martes, 3 de febrero de 2015

Viejos rituales para amar a un anciano



Poema de Adriana Tafoya
 
"El viejo domado". Foto: Andrés Cisneros de la Cruz.

Desde mis cobijas de hombre solo,
 desde este papel, tiendo la mano.
Rubén Bonifaz Nuño

Someter a un anciano a las delicadezas del amor
es un deleite   más que un reto.
Como la enjuta pasa    al pastel
el viejecillo en sus pliegues
es propenso
a un lóbulo redondo
a la perla en los labios:
a el aura de un pezón.

Las ansias del anciano se entregarán a ti,
no dudes de la vehemencia de estos vinos.

Algunos
se impregnan de tabaco
otros, de antiquísimo tono enciclopédico
o del humo plata del escape de los autos
entre su escaso cabello.
Y los más sensibles    de humedad.

Gustan aun de las camisolas a cuadros,
semejantes a sus cobijas, que
—en corto tiempo—
les envolverán
a manera de un sudario.

                        Pero, no nos entretengamos en esto.
Para llevarlo a la cama:
hay que acompañarle.
A la mayoría
les gusta ser desvestidos con cuidado,
y que sus ropas se doblen —inmácula—
sobre el respaldo de un sillón.

No esperes erecciones, goza dedos.
No esperes dientes, mordisquea labios.
: (hay que tener precaución de no crujir la jaula de sus costillas).

Sobre el burro que tocó la flauta, desnuda sobre su lomo,
entra al jardín de los plateros
(al jardín de sus platas).
Naturalmente no eres una musa,
pero, a los menos frágiles, les agrada imaginar
que cabalgas sobre su costilludo cuerpo
aunque después se queden solos, como en un principio
en la oscuridad, con su flor entre los muslos
arrugándose a ciegas.
*
De forma distinta están aromados los viejos.
Su sabor es dulce y fuerte como los higos
y otras frutas secas.
(Pequeñitos pájaros sin plumas: súbelos al nido)
A ellos les gusta que las últimas canas les arranques
y los hagas sonrojar
—verse por medio segundo, lozanos—
dulces cascarones sobre las sábanas lisas
(haz memoria) : nunca les desprendas los calcetines
(no hay que olvidarlo) y sobretodo
cuando les hagas el amor, acarícialos
con dedo experto
como si fuesen    taza de porcelana
con evidente grieta, aunque aún de borde dorado.

                                   Pero tampoco nos detengamos en esto.
Lo importante es que sufren
y eso los hace sensitivos     al amor.
            Puede que se vuelquen taciturnos
y sus pupilas no cintilen hacia afuera,
sino hacia dentro, como tratando de alumbrarse solos
hacia el fondo de sus callejones,
faro de ellos mismos
intentando (con sus pies en retroceso) ver
dónde se detuvieron de más,
dónde erraron el camino, dónde
un apretón de piernas los cegó un momento,
les obstruyó los pulmones, los trastornó
y los puso a pensar en otra cosa
que no fuera ellos.

(Al contener la respiración —la forma de respirar—
el aire cambia; los hechos: los actos).
Lo de la luz del faro es común cuando sucede;
sin embargo no pasa de ser la rojiza,
la ligera iluminación de la rosa
en la punta de un cigarro.

Si le cimbran las paredes de los sueños,
si esto ocurre, solo recuéstalo
(que se estruje sobre la cama).
Retira sus lágrimas con el revés de una mano
cierra sus ojos,
y antes de apagar la luz,
bésalo.